El foodie llega al país del sol naciente con un gran desafío, porque no sólo de sushi se vive en el archipiélago asiático. Son muchos los estilos de comida que hay que probar, gozar y adorar. El Ramen con su caldo mágico, lo variado del Izakaya, y los Takoyakis callejeros van armando un listado delicioso. Comer es la gran excusa para moverse por los rincones japoneses y de paso, acumular fotos para mostrar y anécdotas que contar.
Cubrir unos Juegos Olímpicos me dejó repleto de enseñanzas. Quedé con hambre de más citas de los anillos, sobre todo porque París 2024 promete, además de ser un gran evento deportivo, devolverle el color y el ambiente festivo a unos Juegos que en Tokio la pandemia arrebató. Y hay que decir, que también me quedé con hambre, en su sentido literal.
La comida en Tokio 2020 fue un mal chiste. Un país conocido por su exquisita gastronomía quedó al debe en la alimentación de cualquier acreditado que no gozara de los placeres de la Villa Olímpica. Claro, quizás una de las obligaciones más importantes para una organización de este tipo, es proveer a los atletas con los mayores estándares alimenticios. Lo experimenté en Londres 2012, cuando con mi hermano fuimos como aficionados y conseguimos con los dirigentes del Comité Olímpico de Chile una invitación a conocer la ciudadela. En el comedor de la Villa nos volvimos locos probando los exquisitos platillos de todas partes del mundo, y hasta un McDonald’s ofrecía Big Mac ilimitados.
Sin embargo, los japoneses pusieron como baja prioridad a la prensa, sobre todo cuando no habían espectadores que justificaran una mayor producción gastronómica. Y lo llevo al ejemplo más insólito. En la ceremonia inaugural, la única opción para llenar el buche eran...¡Fideos instantáneos! La mismísima Maruchan que me comía de bajón a los 14, cuando era lo único que sabía cocinar, era el platillo estrella de uno de los eventos más importantes del planeta. Por lo demás, había que desembolsar casi 4 mil pesos chilenos por la porción que quedaba en una muela. El desastre alimenticio tampoco era mucho mejor en los otros recintos: el estómago de quienes le contaban los Juegos al mundo había sido totalmente olvidado.
Así, con las papilas gustativas deprimidas en lo que duró el evento, me propuse recorrer Tokio, Kioto y Osaka siguiendo los mejores sitios para comer. Sí, las prioridades bien claras. Porque cuando se viaja, se puede escatimar en alojamiento y traslados, pero jamás hay que ahorrar en la buena comida. Ya sea en un sitio de mantel largo o en un rincón callejero de presupuesto de mochilero, entretener el paladar es el máximo placer del viajero. La búsqueda de los sabores nipones fue un genial conductor a su cultura, a través de sus variados estilos.
Sushi de pie y fetiches raros
Al borde de morir de hambre, mi amigo Sebastián Fest, otro indignado por el plan de alimentación de los Juegos, me esperaba en la estación de Akihabara. Íbamos a recorrer el barrio del manga, los otakus y los artículos electrónicos, pero antes de explorar, un buen lugar para almorzar era el punto de partida obligado de nuestra ruta pedestre. Fest ignoró la idea de pillar una picada entre las callejuelas típicas de Japón que, adornadas con farolillos chōchin, de seguro escondían sitios sabrosísimos. “Estoy en el lugar perfecto”, me decía mi colega con mucha razón: no comí mejor sushi en toda mi estadía. En ese “Stand up sushi bar”, un local de 25m2, de pie frente al maestro sushero, separado de los otros comensales por lonas de plástico y practicando mi japonés para pedir más y más wasabi, por fin me daba un gusto culinario, ya sin la presión encima que los Juegos Olímpicos aportan. Nigiris y sashimis bailaban sobre la hoja de plátano antes de zambullirse en mi mezcla de oro verde con soya (sí, no al revés). El remate de aquel legendario almuerzo de pescado fresco y arroz perfecto: nigiri de calamar levemente asado y mayonesa.
Lo que vino después, fue de las experiencias más extrañas del viaje. Ambos tratábamos de descifrar qué ofrecían las decenas de chicas vestidas con atuendo de sirvienta que por las calles de Akiba, entregaban panfletos indescifrables y llamaban a los transeúntes con su voz aguda. La invitación era a un café. ¿Cuál era el servicio distinto y especial? "Son lugares donde van los raritos. Las chicas hacen shows muy infantiles y los lugares son carísimos", me auxiliaba por chat Hernán Darío, instagrammer argentino residente en Japón. No era sexual la cuestión, aunque así lo pudieran fantasear algunos a modo de fetiche. Una guía en papel en uno de los recintos despejaba dudas y sembraba otras. "Bienvenido a casa, maestro, princesa", rezaba el manual, que también afirmaba que las maids venían de distintos planetas a servirte. Y eso, a los japoneses, a los "raritos", les vuelve loco.
Se trataba de cafés temáticos, atendido por estas chicas que armaban una ficción otaku. Luego de caminadas un par de cuadras, con la curiosidad que todavía insistía, la cafeína que llamaba y las luces neón azules que atraían, bajamos hacia un maid cafe. Las niñas muy felices de vernos, nos dieron la bienvenida y nos explicaron cómo funcionaba la cosa. Se pagaba por hora, aparte del consumo. Instalados, las chicas pasaban a conversar con nosotros de temáticas vacías y ridículas, y se reían impresionadas porque teníamos el mismo nombre. Con Fest, lo gozábamos, mientras bebíamos el iced coffee más caro de nuestras vidas.. Aunque no tanto goce como el de una mujer local, de unos 40 años, que estaba sentada cerca nuestro. Cuando a su mesa llegó el omellete, (el plato típico de los maid cafe) una de las chicas le dibujó con ketchup un osito feliz, lo que provocó un estallido de felicidad impactante para algo tan aniñado. "Kawaii, kawaii!!". exclamaba mientras aplaudía, que en el contexto pop japonés, significa lindo, tierno, cute. Éramos dos periodistas viviendo una realidad que parecía falsa. ¿Una selfie con las maids? Eso se suma a la cuenta.
El Izakaya perdido
El sistema de Lost and Found japonés es prestigioso, y mejor funciona en unos Juegos Olímpicos. Como tantas veces en mi vida (qué manera de sufrir en mi época escolar), tuve que recurrir a la bodega de las cosas perdidas. Una mañana salí con muy pocas horas de sueño al reporteo de otra jornada intensa y en el bus del hotel al centro de prensa me agarró una siesta implacable. Por supuesto que, atontado al momento de tener que bajarme, olvidé mi fiel camarita bajo el asiento. Me di cuenta recién a mediodía, cuando el bus ya se perdía entre las mil y un conexiones de la mega urbe..
Sin perder la fe, volvió a mis manos tres días después. Saki, una voluntaria tokiota con buen inglés y algunas gotas de español producto de haber vivido en Barcelona, fue quien me la pasó. Bendito el chofer del bus que hizo bien al devolverla. Supongo que es parte del ADN nipón. Con Saki quedamos en contacto para que me enseñara rincones de su ciudad a las que no llegan los turistas.
Terminados los Juegos, nos juntamos una noche por Shinjuku, el barrio con la vida nocturna más movida y uno de los pocos sitios donde pasadas las 8pm encontrabas locales abiertos que sirvieran comida y alcohol, en un Tokio en estado de emergencia por la pandemia. Saki cumplió con su promesa: “Iremos al restaurant donde trabaja un amigo. Sólo van japoneses, ya que el menú está en nuestro idioma, y si intentas que alguien de ahí te lo explique...¡Buena suerte! Además, a las mesas de afuera les ponen el cartel de reservado porque no quieren que cualquiera se siente”. Esa hostilidad con el extranjero me generaba una mayor intriga y curiosidad. Le dije a Saki que pidiera lo que quisiera en ese local de estilo Izakaya, que es el simil japonés de las tapas españolas. “Lo que llega me lo como, así que pide lo más exótico”, le dije, armándome la idea de comer los bichazos más raros del mercado, y entregado plenamente a las manos de la señora con cara de pocos amigos que comandaba esa cocina. No iba por ahí la cosa, pero lo cierto es que el aji fry, pescado frito similar a una sardina, me lo hice chupete. También el sashimi fresco de atún en su espina. Con mi esforzado japonés, logré sacar sonrisas en ese grupo de cocineros gruñones que enviaron maravillas a mi mesa al despedirme exclamando: Gochisousama! (“¡Gracias por la comida!”).
_En Japón no todos los restaurantes cuentan con menús en inglés.
Ramen, te rindo culto
Voy camino a Ichijoji, el distrito del ramen en Kioto. En esta calle son varios los locales que, con algunas variaciones de estilo, ofrecen versiones perfectas de la “cazuela japonesa”. De camino me cruzo con una tienda de videojuegos. Excelente timing, porque no hacía hambre todavía. Me voy directo al pasillo de Nintendo. Esa consola marcó mi infancia, desde que mi papá llegó de Estados Unidos con un N64 y el Pokémon Stadium.
A mi mamá no le agradó nada, pero mi hermano y yo lo gozamos. Con el gusto por el mundo de Mario intensificado en la tierra de donde es originario, y tentado por los bajos precios, salí con una consola y varios juegos clásicos: Súper Mario 64, Mario Kart, Francia 98 (¿Acaso el gran Footix no es por lejos la mejor mascota mundialera, y la presentación del videojuego, con la canción de Chumbawamba, la más bacán de la historia?), Mario Tenis, Donkey Kong 64 y Super Smash. Estos últimos, en su caja original japonesa. Lujo geek coleccionable.
¿Ven que me distraje con la tiendita? Ahora ya vayámonos a la meca del ramen a degustar la sopa fantástica que tanta popularidad ha agarrado en el mundo occidental los últimos años. Entre tanta opción, descarté las picadas que tenían fila, o las que se veían muy apagadas. En cualquiera comería como rey, así que discriminé por ambiente, hasta que encontré un puesto para mí, frente a la cocina abierta que no ocultaba secretos de uno de los sitios. Momento para gozar su magia: fideos de cocción perfecta, láminas de cerdo sabrosísimas, huevo cuya yema cremosa te permitía morir tranquilo después de probarla, mucho cebollín y por supuesto, el caldo kotteri, que era tan rico que le habría hecho refill.
Había perdido mi ramen-virginidad en Melbourne, ciudad de mucha influencia asiática, pero quien viaja se da cuenta que las cosas saben distinto en su sitio de origen. Ramen: nunca me faltes, nunca me engañes, que sin tu amor, yo no soy nadie.
Bolitas de ciervo…no, ¡De pulpo!
Recordé mis andanzas por Rottnest y María. Ambas islas de Australia, tenían en común que una especie peluda era la protagonista: en el territorio frente a las costas de Perth, los simpáticos quokkas eran los anfitriones, mientras que en la de Tasmania, los wombats andaban por todos lados.
En Nara, antigua capital del Japón medieval, los residentes son los ciervos sika, que repletan el parque y se pasean por las calles y templos de la prefectura cercana a Osaka. Si hasta cruzan por los pasos peatonales. Son amigables y fanáticos de las senbei, galletas de arroz que venden los comerciantes y que los turistas les proporcionan, algo en lo que yo no quise caer. En pleno auge de la pandemia, medios locales reportaban la desnutrición de varios de estos ciervos ante la ausencia de visitantes que los alimentaran. Clara muestra de que el animal salvaje puede perder su sentido de supervivencia con los mimos humanos. Entre un montón de bambis, visité fabulosos templos, como el imponente Todai-ji, la estructura de madera más grande de Japón y que abriga en su interior a un buda enorme de 16 metros de alto y 500 toneladas de peso que por poco no pude ver.
_Un ciervo custodia la fachada de un local comercial cerrado por la pandemia y la falta de turistas
Con esas contradicciones que uno ve por la tan tecnológicamente avanzada tercera mayor economía del mundo, en un sitio tan turístico como ese, no se podía pagar la entrada con tarjeta. Yo, falto de efectivo, reuní las chauchas que me quedaban, pero que no hacían ni 200 yenes. El cajero automático más cercano no lo era tanto y no tenía mucho tiempo, así que le rogué al guardia que me dejara pasar. Él, con la honestidad japonesa no se paseó las reglas, sin embargo, sacó su monedero personal y me regaló las monedas que hacían falta para que comprara el ticket. Le regalé un sticker de Charizard, que era lo único que me quedaba en la mochila. Le pregunté su nombre. “Suzuki, como las motocicletas”, me dijo, y con un limitado inglés, me comentó que le llevaría la pegatina a su nieto.
La comida que adorna esta historia no es el paté de ciervo, no. De vuelta a las calles de Osaka, disfruté del tradicional platillo callejero que fui probando en varios lados: los Takoyakis, bolas hechas con harina de trigo, trozos de pulpo y un top de copos de bonito seco y una salsa en base a mayonesa. Los venden en bares y en pequeños locales que sólo se dedican a eso. Los últimos los pedí para llevar y me los comí al borde del río Dotonbori. Hagan el ejercicio de googlearlo y verán fotos de un entorno por las noches iluminado, lleno de gente en los ferris turísticos y con mucho color. Aquella vez, con mis Takoyakis que quemaban la lengua, me rodeaba de un ambiente tranquilo, silencioso, apagado y gris. Sin las vibras que el virus despojó, imaginaba cómo sería ese escenario en tiempos normales. Tendré que volver para registrarlo. Seguro que los buñuelos con pulpo estarán igual de buenos.
_Los chochin, faroles tradicionales japoneses adornan un restaurant osaqueño
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