En un país de muy baja densidad poblacional, y en el que las costas acaparan el protagonismo, la gigantesca zona desértica de su interior guarda recompensas para quienes se aventuran a recorrerla. Un pueblo subterráneo y un cañón imponente son el aperitivo camino a Uluru, la tremenda roca sagrada que cambia de color.
_Uluru, el corazón de Australia luce su vestido anaranjado al atardecer
Uno puede sentarse sobre una duna de arena en el desierto sin ver ni escuchar nada, y sin embargo, siempre habrá algo que por ahí brillará. Lo que parece un sitio monótono y aburrido, mirado con el lente correcto, resulta magnífico. Lo cuenta Antoine de Saint-Exupéry en las páginas de El Principito, y sucede también en el enorme desierto australiano.
Muchos rincones resplandecen en el Outback. Es el nombre coloquial que en inglés reciben las áreas de Australia que están lejos de los poblados y las grandes ciudades, en especial la región central, de clima semiárido y pintada con un rojizo marrón. Deshabitado e inhóspito. Una de las superficies naturales intactas más grandes que quedan en la Tierra, y quizás, lo que mejor se acerca a la definición de la nada.
Mi van Demonia me había llevado hasta Adelaide, la capital de Australia Meridional, donde cargaba energías tras un extenso recorrido que partió en la costa oeste. Desde que dejé Perth pasaron más de 2600 kilómetros hasta llegar nuevamente a una urbe. Y ahí me perdía entre la fruta grande, colorida y fresca de su Mercado Central. Cómo no, ícono de una ciudad que ama la gastronomía y que, con ambiente vibrante, derrocha multiculturalidad y sabores diversos: pruebo arepas colombianas, compro hojas de parra a los árabes, y degusto quesos producidos en las granjas locales. Pronto me siento a tomar café de grano, hecho por un barista especializado. Detalle no menor en Australia, donde el café es religión desde la fuerte inmigración proveniente de naciones con alta tradición cafetera como Italia, Grecia y Turquía en tiempos de Segunda Guerra Mundial, y que luego caló profundo en el ADN aussie.
Es el país donde Starbucks fracasó. La mega empresa de Seattle, exitosa en casi todo el mundo, no convenció al público oceánico, cerró en 2008 más del 70% de sus locales, y asumió pérdidas por USD$105 millones. El australiano valora el café como una experiencia más que como un producto, y no comulga con esos frappuccinos con exceso de crema y azúcar.
Con esa cafeína bien tratada que me despierta y despeja, sigo planificando la impresionante travesía que tengo por delante. Dejaré Adelaide para cruzar de sur a norte el patio trasero del continente. Quiero descubrir las perlas de un paisaje que un viajero empedernido como Saint Exupéry describe como fascinante y lleno de mística.
_Panorámica del desierto semiárido de Australia del Sur
El extraño pueblo underground
La ansiedad por llegar al siguiente destino me juega una mala pasada. Australia demanda trayectos larguísimos, sobre todo en el Outback. La luz del sol de invierno se agota cuando falta tan sólo una hora para llegar a la próxima parada y completar los 850 kilómetros del trayecto planificado para esa jornada.
La ley no escrita dice que los viajeros no deben manejar de noche por el desierto australiano. No la cumplieron Kevin y Ornela, pareja de argentinos que conocí viajando por el país. Salvaron su vida de milagro tras chocar a una vaca cuando ruteaban de noche. Su auto quedó destrozado, al igual que los muchos vehículos que se observan al costado de la carretera. Por si no bastara con aquello y con la repetida señalética amarilla que alerta la presencia de animales en la vía, una plancha de zinc oxidada escrita con grafiti eleva las advertencias: “Plenty cows!”
Ya oscuro, manejando a 70 kilómetros por hora y muy atento, advierto a un canguro grande al borde del camino que emerge desde la tenebrosidad profunda. Piso el freno, pero no basta. Con una coordinación tan trágica como perfecta, el marsupial se lanza en un par de saltos y le doy de lleno antes de lograr detenerme. El pobre canguro pasa a mejor vida. Haberme bajado a chequearlo no era opción, ya que los intimidantes roadtrains (camiones que arrastran tres o más remolques de carga) que transitan a gran velocidad podían afear el panorama.
Mi van se queda con un abollón y yo con el susto de que mi porfía podría haber terminado muy mal. Lección irrenunciable: por la noche la vida salvaje manda en la ruta. Finalmente dormí en la próxima área de descanso aledaña a la carretera y antes de pegar los ojos recordé a los argentinos. Menos mal no era una vaca.
A la mañana siguiente, por fin llego al pueblo más raro que he visitado. Su geología, minería y estilo de vida bajo la tierra hacen de Coober Pedy un lugar atípico e inigualable.
Hace más de un siglo, la fiebre por el ópalo atrajo a gente de 47 naciones -la mayoría del sur de Europa- a este remoto sitio de donde salen 3/4 de la producción mundial del mineral. Su nombre deriva del término aborigen kupa-piti, que significa: agujero del hombre blanco. Los mineros entendieron que el mejor confort lo encontraban construyendo sus viviendas en estilo cavernas para así capear el calor inclemente del verano, y abrigarse de las heladas noches invernales. Les llaman dugouts.
El insólito Coober Pedy da para escenografía cinematográfica. Así lo entendió la producción de Mad Max cuando en los 80 filmaron con Mel Gibson y Tina Turner. Más se siente su ficción en uno de los rincones de su calle comercial, donde se encuentra una réplica de una nave espacial averiada, dejada ahí tras el rodaje de Eclipse Mortal con Vin Diesel, lo que a cualquier fanático de Star Wars le recordará a Tatooine, el planeta desértico donde nació Anakin Skywalker.
El ambiente entre sus calles polvorientas y sus cerros de tierra de tonos pastel alguna vez hechos por máquinas tuneladoras, es tranquilo y da la sensación de ser un pueblo fantasma. La mayoría de sus 1700 habitantes hace su vida social underground, en bares, restaurantes, hoteles y tiendas donde se vende la piedra multicolor. Una de esas excavaciones es la iglesia ortodoxa serbia de San Elías, construida por el sacerdote Milorad Jovcic en 1993. Él mismo me muestra con orgullo el templo subterráneo, en realidad muy poco ortodoxo, con esculturas en bajorrelieve talladas en las paredes de roca sedimentaria y vitrales que tragan algo de luz natural.
_El sacerdote serbio Milorad Jovcic construyó esta iglesia bajo la tierra en 1993.
Para vivir la experiencia -y evitar el frío que pasaría durmiendo en mi van-, me hospedé en un hostal del centro de la pequeña ciudad, que antes fue una mina de ópalo. La dueña me dice que por cinco dólares más, me da una cama en una pieza para cuatro, en vez del dormitorio de 20. Acepto y pago. “Eres el único acá”, exclama con una carcajada espeluznante, coge las llaves, y me lleva a la templada y oscura habitación, 34 escalones hacia abajo. Sin señal de celular, el descanso estaba asegurado en la catacumba.
Corazón de Australia
En la bencinera de la intersección, ya en el Territorio del Norte, hay un mochilero haciendo dedo con un cartel que dice “Uluru”. Cómo no lo voy a llevar, si muchas veces he estado en su posición, además que el asiento del copiloto está disponible. Es un francés llamado Thibaut originario de Brest, en la región de Britania. Salió del norte de su país practicando el arte del hitchhiking por mar y tierra. Cruzó el oeste de Europa, llegó en velero a Las Canarias y luego se cambió de embarcación para cruzar el Atlántico. Cuando estaba en el norte de Brasil, azotó la pandemia y él atinó a coger el último vuelo a Melbourne antes del cierre de fronteras.
El día estaba totalmente nublado y lluvioso. Mala suerte, pensé, porque mi objetivo era ver y fotografiar a la famosa roca camaleónica en ese coqueteo con las distintas posiciones del sol. Así, le dije al francés que iríamos primero al Parque Nacional Watarrka, donde está Kings Canyon, otra de las joyas de la región central, para luego enfilar a Ayers Rock, nombre occidental del corazón de Australia.
Luego de hacer trekking esa tarde bajo chispeos por el pequeño circuito de Kathleen Springs, encaré a la mañana siguiente, ya soleada, al majestuoso “Cañón de los Reyes”, de bellos tintes anaranjados, desfiladeros de cientos de metros de altura y un circuito de caminata que regala espectaculares perspectivas al impactante paisaje. ¿Y Thibaut? Caminó los 22 kilómetros que bordean el cordón montañoso George Gill durante parte de la noche y desde la madrugada, para conectar con la zona de Kings Canyon, donde me pilló en el estacionamiento. Si no le regalaba un par de latas de atún y una pera, no sé qué habría comido el tipo. Luego del trayecto lo despacharía por tacaño: tras 600 kilómetros arriba de la van, no quiso aportar ni un centavo para la bencina.
Ahora sí, recuperando mi preciada soledad, era turno de ir a ver a la protagonista de esta historia. En pleno Red Centre, se levanta uno de los monolitos naturales más míticos del planeta, declarado Patrimonio de la Humanidad en 1987. Uluru es sitio sagrado para la cultura Pitjantjatjara, propietarios tradicionales de este pedazo de tierra, quienes en 2019 le ganaron la batalla al turismo y consiguieron que se prohibiera el ascenso a su lugar de culto, de paso haciéndonos un favor medioambiental y visual.
Estar frente al sitio más emblemático del país que ya llevaba explorando por más de dos años, y que considero mi segundo hogar, resultó emocionante. Uluru juega con los distintos ángulos de los rayos del sol y cambia constantemente de vestimenta: luce un naranjo radiante, más tarde muestra un rojo furioso y en otros momentos del día, café como el chocolate. Siempre combinando con las diferentes versiones de la pradera, el cielo y la luna, que la primera tarde emergió llena a sus espaldas como la perfecta guinda de esta torta de arenisca.
Durante el último atardecer en el que la admiré, justo en el lugar donde plantaba mi trípode para lograr igualar los encuadres de cada foto de mi serie colorida, estaba una fotógrafa australiana, a quien le pregunté amablemente si le importaba mover su equipo a un lado. Ella, muy amistosa, no tuvo problema, y mientras fotografiábamos, fuimos charlando. “¿Estuviste el día que llovió?”, me preguntó. Con los gestos de felicidad en su rostro, instantáneamente entendí que me había perdido un evento único y alucinante. La miré decepcionado.
Pocos viajeros tienen la suerte de ser testigos de un fenómeno anómalo en un entorno de escasa agua. Cuando Uluru se moja, amplía su paleta con un gris plateado y franjas negras, se producen cascadas desde su cima, y miles de ranas excavadoras que se hacen presentes con su croar, ponen huevos en los charcos temporales. Un caramelo para un fotógrafo, y yo lo esquivé. ¿Cómo no investigué mejor antes? ¿Por qué no me lo comentaron en la estación de servicio el día que llovía? No hacía falta encontrar respuestas. En los viajes no se puede estar en todas.
Lo de perderse a Uluru empapada fue al final una lección: la lluvia no arruina panoramas, sino que muchas veces los mejora y embellece. Pero mejor me quedo con lo que sí vi. El desierto me brindó infinitas postales para recordar, como uno de los amaneceres más especiales de la ruta a pesar de los 3 grados bajo cero durante la alborada, con el horizonte despejado que sólo dibujaba el contorno del monolito. Buen anticipo del paseo entre el gigantesco conjunto de formaciones rocosas de Kata Tjuta. Sus cumbres redondas luego quedarían en la memoria de mi cámara, retratadas a la distancia cuando una manada de dromedarios salvajes me obligó a detener mi van para disparar frente a ese afortunado surtido de rocas y jorobas.
_Dromedarios salvajes en primer plano, y "The Olgas" de fondo: surtido de rocas y jorobas.
Alicia en el país de los aborígenes
Las jornadas mágicas por el Parque Nacional Uluru-Kata Tjuta remataron con más encanto. Parcels, mi banda favorita, originaria de Byron Bay, también estaba de roadtrip por el Outback, grabando clips y realizando conciertos en moteles ruteros aislados. No los pude encontrar (eso habría excedido los niveles de magia), pero a través de su cuenta de Instagram me enteraba de su vuelta por Field of Light, una fantástica intervención artística de luces a gran escala por el británico Bruce Munro, que luego visité. Entre 50.000 tallos de luz rematados por esferas de cristal y bajo una luna que brillaba con fuerza, contemplé el desierto desde una perspectiva eléctrica.
_Así se ve el desierto australiano con las luces de la luna llena y Field of Light
El par de días siguientes estuvieron destinados a calmar mi curiosidad por Alice Springs. La ciudad que interrumpe la Stuart Highway es la capital simbólica de la cultura continua más antigua del mundo, que hoy representa sólo cerca del 3% de la población australiana, recién reconocida en el censo por el gobierno nacional en 1967. Los aborígenes, quienes habitan Australia desde el paleolítico medio, acarrean una larga historia de desdichas a partir de la colonización británica: genocidios, marginación, enfermedades y despojos.
Triste contradicción en uno de los países más igualitarios del mundo, donde las nuevas generaciones intentan reparar los daños del pasado. La lista de desgracias ha logrado que en la actualidad las tasas de delincuencia y alcoholismo en este grupo demográfico sean altas. Sin embargo, en Alice también se ve una cara más amable, con la belleza de su arte que resalta las calles con estilos pictóricos de rayas y puntos, el calor de su gente y la música que atrapa a través del didgeridoo.
Sin el peculiar sonido del instrumento icónico aussie, pero con notables falsetes y beats disco-pop, Parcels me mantuvo cantando por lo que quedaba de tan extenso viaje. Fue el último baile en modo vanlife tras 40 mil kilómetros recorridos, de una vida sencilla, bohemia, independiente y relajada. Aquel tramo final, un trayecto precioso que por resguardos sanitarios no pude explorar en profundidad, pero que acabó dándole a la aventura una sutil pincelada digna de novelas universales: de vuelta en el oeste por la región norteña del Kimberley, por caminos rodeados de baobabs, y cruzando ríos y lagos plagados de cocodrilos. Qué manera de terminar de cruzar las entrañas de Australia.
_El vehiculo que me transportó por 40 mil kms por el Australia Occidental, Australia del Sur y el Territorio del Norte. Mi casa donde viví desde febrero de 2020 hasta julio de 2021 con algunas interrupciones. Mi fiel compañera. Acá la gran Demonia que además fue discoteque con bar abierto para pequeñas fiestas, centro de reuniones, y hasta ambulancia una vez que me accidenté en un partido de fútbol y mis amigos me llevaron tirado en la cama. El tiempo de vanlife marcó mi vida. Me la llevo tatuada. Demonia en mi piel y en mi corazón. Y en la foto posando en el corazón de Australia, días después del accidente con el canguro.
Qué entretenido relato, me encantó cada palabra